El callejón de Brigida

El callejón de Brígida

Hasta bien avanzado el presente siglo se daba el nombre de Brígida a un paraje de la campiña, extendido entre el norte y noroeste de la ciudad, hacía la mitad del caminillo que unía ésta con el pago de Jisuto.

Con la misma denominación era conocido el arroyo que, nacido en las hondonadas de la pampa del Pari y engrosado por el terrente de Perovélez. Iba a echar sus aguas en el correntoso caudal del Piraí.

Hacía la cuarta década de nuestra centuria, un prójimo extranjero que respondía al nombre apelativo de mister mac Donald, compró aquellas tierras y mandó edificar en sus términos una casa quinta de regular comodidad. Fue suficiente el hecho para que la gente coterránea, siempre dispuesta a dejar lo viejo por lo nuevo, no volviera a usar la denominación de Brígida y concluyese por denominar al paraje con el nombre del gringo, su reciente propietario.

Es de advertir que ya por entonces el arroyo había dejado de correr y su viejo cauce era apenas una hondada por donde sólo escurrían aguas llovedizas.

Demás está decir que hoy por hoy, aquel trecho de campiña ha dejado de ser tal. La expansión de “la mancha urbana” ha llegado hasta allí, y de donde era matorral, islerío o chaqueao se abren calles y se levantan construcciones, aquellas todavía desniveladas y estas de modesta traza.

Al asignar nombres a las calles recién abiertas, la ordenanza municipal respectiva señaló la barriada con su vieja denominación de Brígida. Así figura en los planos y en el itinerario de la línea 8 de colectivos urbanos y aún en ciertas referencias por boca del pueblo. Así las cosas, el topónimo tradicional ha sido repuesto.

Cuentan o no para decirlo mejor, contaban los viejos cruceños que por aquellos tiempos de Dios vivía en la ciudad grigotana una moza de tan linda estampa como no había otra de su clase y menesteres.

Aunque hija de familia humilde y pobre, era tenida como una verdadera joya entre amigos y conocidos.

El nombre de Brígida le había sido escogido por una dama de alto copete que accedió a ser si madrina de agua y óleo y andando el tiempo llegaría a ocuparla en quehaceres hogareños.

Mozos de su condición y aún otros de mayor figuración la asediaban con requerimientos por parte de día y toques de guitarra por la noche, clamando por la dispensa de sus gracias. Si bien ella no ponía mala cara ante los unos, ni se mostraba sorda ante los otros, el otorgamiento de aquellos tardaba en hacerse efectivo.

Es de presumir que ello era debido a que ninguno de los asediantes se animaba al ataque frontal, que muy infeliz ha de ser si no concluye por rendir la plaza y ocuparla.

Así pasaron los días, hasta que llegó uno, infausto para los apetenciosos pero nada resuelto galanes. Brígida desapareció de casa sin dejar mensaje a dónde iba y por qué.

Pero como no hay cosa que deje de quedar en claro máxime en pueblos de corto vecindario, cual era entonces al cruceño, a no mucho se supo que la linda moza había ido a dar a una quinta de los alrededores.

Allí fijó la residencia, ocupando una cabaña pintoresca situada entre naranjales verdegueantes y a espaldas de la pampita cubierta de grama.

Era la única vivienda en aquel trecho despoblado y para ir a ella desde el camino real se abría un estrecho sendero flanqueado por copiosas ramazones.

A no mucho de haberse establecido allí, empezó a dejarse ver como ocupada en labores camperas. Recorría el chaco, cuidaba de los frutales, hacía humear la cocina. A la tarde acudía al arroyo para despacharse, ágil y donosamente, en el lavado de alguna ropa. Al ir y venir por el callejón de las copiosas ramazones su figura se destacaba de entre el paisaje con aquella gracia y aquella lindeza que Dios le había dado y el escenario campestre parecía haber acrecentado.

Enterados de la novedad, los defraudados galanes echaron por allí a rondar, quizás con alguna esperanza puesta en el azar.

Pero no tardaron en sufrir un nuevo desengaño al buscar informaciones con respecto a la apetecida. Y esto fue lo que sacaron en limpio:

Que un mozo como ellos, pero de alcurnia y dinero había llevado a Brígida a la casita del ojo y héchola admitir de que para escenario de amores juveniles la casa paterna era lo menos indicado. Llévola, pues, a la casita del apartado paraje, y allí la instaló como mejor fue dado.

Empero, el afortunado galán no gozaba de la entera libertad que se ha menester para el goce en pleno de aquellos amores, aún teniendo el nido oculto. Desde algún tiempo atrás había formalizado relaciones con una damita de su clase y posición, y aunque no estaba fijada aún la fecha de esponsales, el noviazgo corría con todos los compromisos.

Novio oficial allá y amante fiel acá, la situación no podía menos de ser inestable y, por sobre eso, riesgosa.

La presunta suegra, impositiva y desconfiada como son todas ellas, al advertir que el futuro yerno andaba remiso en pedir el señalamiento de día y hora, entró en sospecha de que algo había en medio. Y sin detenerse a pensarlo dos veces, envió pesquisantes y requirió informes de comadres, para a saber a qué atenerse.

No fueron necesarias muchas diligencias para el caso. El obstáculo para el matrimonio se llamaba Brígida, y era menester apartarlo del paso, a todo costo.

Una noche de esas, dos hombres pagados por la resuelta señora, irrumpieron en la cabaña del naranjal y el platanal, arremetiendo contra la indefensa muchacha a todo lo que daban sus fuerzas. Es de presumir que la aporreadura fue mayúscula y por cierto acompañada de dicterios y notificaciones perentorias. Pero no sólo eso, a juzgar por los resultados inmediatos.

Los que curioseaban por allí desde tiempo atrás y los que transitaban por el camino real no dejaron de extrañar al día siguiente que Brígida no diera señales de vida y la choza se mostrara vacía. Llevados de curiosidad se allegaron a esta, y por lo visto cayeron de cuenta de lo que había pasado.

Los modestos muebles y los cortos enseres yacían tirados en el suelo, desvencijados o rotos.

La petaca de cuero en que la mozuela guardaba su ropa estaba abierta, pero se dejaba ver que, junto con ella, habían desaparecido las prendas.

Que allí habían entrado malandrines, era cosa segura, pero se advertía fácilmente que no habían consumado ningún robo, y lo de las prendas desaparecidas no tenía otra explicación que la propia dueña se hubiera visto obligada a cargar con ellas.

Entre las suposiciones y las conjeturas de ocasión se aventuraron especies distintas.

Este decía que la infeliz, después de golpeada, había sido raptada.

Aquel se pronunciaba por una especia de detención violenta que quería concluir en destierro. No faltó quien sospechase de que a esas horas el cuerpo de la cuidad yacía a una vara bajo tierra.

Pasaron los días, la dolorosa impresión recibida por curiosos y allegados fue disminuyendo de grado, y asimismo los temores de la muerte a mano de criminales.

Lo que no olvidó nadie fue la figura de la donosa cuanto infortunada de Brígida, cuya historia, transmitida de generación en generación, quedó estrechamente vinculada al del paraje en donde había vivido.