Irguiendo el testuz con aires de gran señor y llevando la joven cornamenta como en disposición de embestir, el soberbio animal entró a paso marcial en la casa y predio palmareños de doña Ana Alpire.
Soberbio se ha dicho y aun podría añadirse que arrogante y fastuoso, a la vista de su figura enhiesta, dotada de ágiles movimientos reveladores de vitalidad y toda cubierta de tiesa como espesa pelambre. Era el ser que necesitaba la buena y diligente de doña Ana para completar su hacienda y dar ocupación y función a otros de la especie que le pertenecían pero no estaba en condiciones de aprovechar como Dios y la naturaleza mandan.
En efecto, a aquella parte de su propiedad que se prolongaba en la dehesa común, pacían la yerba o ramoneaban gajos del chichapi lugareño una veintena de jóvenes cabras.
Que a pesar de los regalos de la naturaleza allí brindados y la libertad para expandirse, las hermanas cabras no se sentían felices, era fácil de ver en la lerdeza de sus movimientos y la mustiedad de su porte.
Doña Ana Alpire. nacida y criada en el cantón de Palmar del Oratorio, se conocía al dedillo todos los entresijos de la vida campestre.
Sabía que aquel hato de hembras solas estaba condenado a la inacción y la esterilidad si no se le proporcionaba compañero del sexo masculino, seguro y de buena resistencia. En la cuenta de ello entró en diligencias de conseguir uno y llevarlo a casa a como dé lugar la ocasión.
Todo fue que el recién adquirido animal fuera introducido patio adentro de la casa para que sin más ni más se lanzase en medio del hato, como dispuesto a acabar con él.
Y acabó, efectivamente, haciendo presa de todas y cada una de las cabritas, en sendos como bien medidos asaltos.
Doña Ana, la feliz poseedora del hatillo, veía de rato en rato cómo el potente jayán, tras de haber rendido una tras de otra a las doncellas de la blanca pelambre, se pavoneaba entre medio de ellas con arrestos de conquistador y ademanes de repetir la operación cuantas veces fuera requerido.
Pero acertó a observar, asimismo, cómo las avispadas sujetas parecían no haberse dado por vencidas, ni mucho menos.
De manera que si nada les hubiera pasado y nada les hubiese afectado, seguían en su inquieto y desafiante triscar por la dehesa, a la vista y paciencia del presumido conquistador. Algunas, las más desenvueltas, le pasaban por delante rozándole el testuz, en tanto que otras, más atrevidas aún, iban a toparle los cuartos traseros.
De más está decir que el galán de las pezuñas hendidas no había de quedar indiferente ante el desafío.
Saliendo por sus fueros con agresiva actitud acometía a las audaces una por una, haciéndolas sentir el peso de su poder.
Así pasó la mañana y vino la tarde y empezó a caer el crepúsculo.
Anochecía ya cuando doña Ana Alpire, siempre cuidadosa de su hacienda, vino a echar un vistazo al lugar de los hechos.
El rebaño había dejado los fondos de la heredad palmareña y discurría a la sazón en derredor del horno casero.
No fue poca su sorpresa al ver que el recién adquirido chivato yacía en la comba cimera del horno, guardando inestable equilibrio, pero a cubierto de los rijosos reclamos del alborotado hembraje.
No le fue difícil a doña Ana comprender que el fugitivo había hecho ya cuanto podía en punto a obligaciones propias de su sexo.
Y que no pudiendo ya más apelaba al recurso de ponerse a salvo de incolmables exigencias, en aquella incómoda pero segura posición.
La puntual relación del peregrino acontecimiento, hecha por la testigo presencial doña Ana, dio pie a la conseja hoy archisabida y con sus puntas y ribetes de proverbial.
«Como el chivo de doña Ana Alpire», dicen picarescamente las gentes de esta comarca.
La frase equivale a significar la situación de un varón que no puede ya más dar de sí en
lances amorosos, porque ha agotado las provisiones de la especie consabida.