En la esquina formada por las calles Charcas y Campero y con frente principal sobre la primera levántase una vieja edificación que es conocida en el pueblo con la curiosa y sugestiva denominación de «La Casa Santa». Construida al parecer hacia la segunda mitad del siglo pasado, conserva hasta hoy lo más sustancial del estilo característico de la antigua vivienda cruceña: Paredes lisas, alta techumbre, puertas de cuatro manos, ventanas con balaústres de madera y espacioso porche sostenido por columnas de ladrillo. Parte de su largo frente ha sido «modernizado» ha pocos años, demoliéndose las columnas que sostenían el porche y reduciendo este a la condición de un alero chato. A pesar del atentado, queda en pie todavía una buena porción de su exterior primitivo.
Según refieren viejas consejas, esta casona tuvo la poco envidiable fortuna de que se adueñaran de su recinto bultos, fantasmas y seres de la otra vida, apenas su edificación fue terminada. Desde que se instalaron en ella los propietarios, dizque empezó una de ruidos, ayes y otras manifestaciones de lo sobrenatural, más tétricas aún, que obligaron a aquellos a abandonarla. Igual suerte corrieron inquilinos que vinieron sucesivamente.
Con el transcurso del tiempo la casona ganó fama de inhabitable, y ni el más guapetón de los cruceños de entonces fue osado de ir a aposentarse allí, por mucho que el canon de alquiler fuese disminuyendo, a medida que los ocupantes intrusos crecían en insolencia. A tales extremos llegó ésta que dieron en espantar aun por fuera de los muros de su sombrío habitáculo. En lo cerrado de la noche los vecinos oían sordos rechinos y confusos estridores, que suscitaban largos aullidos de perros en varias cuadras a la redonda. Más de un solitario viandante nocturno que pasó por la esquina sintió como algo le trababa los pies o, pero aún, alguien le tomaba por el cuello de la chaqueta y le sacudía hórridamente.
Llegó en eso a la ciudad un gringo de recia estampa, fornidos miembros y pinta de corajudo. Tomó la casa en alquiler y fue a ocuparla seguidamente, llevando consigo a un arriero cochabambino y un montón de valijas y petacas de ignoto contenido. Entre las razones que adujo para haberse decidido por la casa, cuya siniestra nombradía ignoraba, y no por el hotel sito en la plaza principal, fue la más convincente la de que en tal hotel abundaban los bebedores, bulliciosos y poco bien educados.
Tratábase nada menos que del coronel Percy H. Fawcett, del ejército inglés, en cuyas filas había servido a su patria en Asia y África, mostrando energía, suficiencia de conocimientos y valor a toda prueba. Retirado de aquél, hízose viajero y explorador en América, y hallándose en Bolivia el gobierno requirió sus servicios para ocuparle en las jornadas de demarcación de fronteras con el Brasil. Alboreaba la segunda década del siglo.
Dejemos relatar al propio coronel inglés lo que le sucedió en la casa de marras. Se toma el relato, a la letra, del libro intitulado Exploración Fawcett compuesta por Brian, hijo de aquél, sobre los manuscritos dejados por su progenitor. (Santiago de Chile, 1955. Empresa Editora Zig-Zag).
Como el resto del grupo prefirió ir al hotel, antes que a la casa, me alegré de la oportunidad de poner al día todo el trabajo geográfico. Un arriero cesante se ofreció para cocinar; así él actuaba en las dependencias de atrás, en tanto que yo colgué mi hamaca en la gran pieza delantera. El amoblado consistía en una mesa, dos sillas, un estante para libros y una lámpara. No había catre, pero esto no me preocupó, pues en las casas de estos lugares siempre se encontraban ganchos para colgar la hamaca.
La primera noche aseguré las puertas y ventanas de madera, y el arriero salió al fondo, a su cuarto. Me subí a mi hamaca y me acomodé para disfrutar de un confortable descanso. Yacía quieto después de apagar la luz, esperando que llegase el sueño, cuando sentí algo que frotaba el suelo. «¡Culebras!», pensé, y rápidamente encendí la lámpara. No había nada, y creí que había sido el arriero que se movía al otro lado de la puerta. En cuanto hube apagado otra vez la luz, se reanudó de nuevo el mismo ruido, y un ave cruzó la pieza graznando bulliciosamente. Volví a encender la luz, extrañado de que pudiese haber entrado un pájaro, y otra vez no encontré nada. Al momento de apagar la luz por segunda vez sentí un arrastre de pies sobre el piso, como de un anciano lisiado que avanzase trabajosamente en zapatillas de paño. Esto fue demasiado. Encendí la lámpara y la dejé así.
A la mañana siguiente se presentó el arriero, con cara asustada.
-Lamento tener que abandonarlo, señor -dijo-. No puedo seguir aquí.
-¿Por qué no? ¿Qué sucede?.
-Hay «bultos» en esta casa, señor. Esto no me agrada.
-Disparates, hombre -dije, en son de mofa-. No hay nada. Si usted no quiere pasar la noche solo, traiga sus cosas para acá. Hay espacio suficiente para dos.
-Muy bien, señor. Si me deja dormir aquí, me quedaré.
Aquella noche, el arriero se envolvió en su manta y se acostó en un rincón, y yo, trepándome a mi hamaca, apagué la luz. En cuanto estuvimos a obscuras, se sintió el ruido de un libro que era lanzado a través de la pieza, acompañado del revoloteo de sus hojas. Pareció estrellarse contra la pared, encima de mí; pero al encender la luz no vi nada, excepto al arriero enterrado en sus mantas. Apagué la luz y el «pájaro» volvió, seguido del «anciano en zapatillas». Después de esto dejé la luz encendida y cesaron los fantasmas.
En la tercera noche, la oscuridad fue saludada con fuertes golpes secos en la pared, y, después de esto, con un estallido de muebles. Encendí la lámpara y, como de costumbre, no había nada que ver. Pero el arriero se levantó, abrió la puerta, y, sin decir una palabra, huyó en la oscuridad de la noche. Cerré, aseguré la puerta de nuevo y me acosté, pero en cuanto hube apagado la luz, pareció que se levantaba la mesa y que era arrojada con gran violencia sobre el suelo de ladrillo, mientras volaban varios libros por el aire. Cuando encendí, nada se veía alterado. Después volvió el ave y a continuación el anciano, que entro acompañado del ruido de una puerta que se abría. Mi sistema nervioso estaba en excelentes condiciones, pero, de todas maneras, esto era más de lo que podía soportar, por lo que al día siguiente abandoné la casa, para trasladarme al hotel. ¡Por lo menos los bulliciosos borrachos eran humanos!.
Haciendo las averiguaciones respecto a la casa, supe que nadie quería vivir en ella por su pésima reputación.
Lo ocurrido al coronel Fawcett, cuya personalidad no tardó en ser conocida y aun magnificada, colmó la medida del terror dominante en la entonces pequeña ciudad. Había que acabar con aquello y devolver la tranquilidad a los moradores del ahora apacible barrio de «Los Pozos de Chávez».
En la última y suprema instancia se recurrió al obispo D. José Belisario Santistevan, ya bien celebrado por su ciencia y sus virtudes dentro y fuera de la diócesis. El buen prelado accedió a ir en persona a practicar los ritos de la bendición y de exorcismo en la tétrica casona.
Dizque comenzó por asperjar con agua bendita los exteriores, las puertas y las habitaciones. Una vez en el patio, oró allí largamente y concluyó repitiendo con la solemnidad y la unción debidas los votos y las imprecaciones que para casos semejantes trae el Ritual Romano.
Con tan insigne remedio, la extirpación del mal tenía que ser inmediata. A empezar de la noche siguiente al exorcismo, los espíritus malignos desaparecieron de la casa y no volvió a ocurrir en ésta nada parecido a lo que venía ocurriendo. Un ambiente de piedad y devoción reinó allí en delante. Y así lo que había sido casa endiablada, o lo que fuese, vino a ser la «Casa Santa» que hoy se dice. Esto último quizá con algún reparo mental a la vista de las cosas que pasan.