La Cruz del Diablo

Sea perdonada la osadía de quién esto escribe al tomar el título de una de las más hermosas leyendas de Bécquer, para encabezar la que seguidamente se refiere. Como verá el paciente lector, y ello va en desagravio del Gran Romántico, la sustancia de esta crónica difiere en un todo de aquélla, y el pecado, previa y espontáneamente confesado, sólo estriba en la adopción del titulo. Por lo demás, asiste razón al recolector de antiguallas locales para decidirse por la diabólica denominación.

Hecha la advertencia, habría convenido talvez insistir en la poco irreverente incursión, reproduciendo el epígrafe de la leyenda becqueriana en aquello de «Que lo creas o no, me importa poco», etc. Esto para manifestar la originalidad del cuento y su reproducción por cuenta y riesgo del narrador. Releva de ello al escribiente la circunstancia de que suceso y personajes están enraizados en la tradición popular, de donde los recogió, y que de uno y otro se han ocupado en sendos escritos, cronistas paisanos como Durán Canelas, Ramírez y Ramón Clouzet, entre los que por el momento recordamos.

Quien ha penetrado más en el asunto ha sido el animoso folklorista Alejo Melgar Chávez, que tanto y tan sabrosamente tiene escrito sobre casos y cosas del pueblo. Escarbando con curiosidad y donosura en la tradición y haciéndose eco de ella aun en sus más privados apartijos. Alejo ha llegado a reconstruir la vida del protagonista, al punto de dar cuenta de los más de sus hechos y singularmente del lance que le dio la nombradía.

Se trata de Manuel Videla, el mejor pulsador de guitarra habido en estos arrozales de Dios y cuya existencia transcurrió allá por las primeras décadas del siglo pasado.

Con decir que era eximio guitarrista y paralelamente buen cantor, queda dicho que era juerguista, amante de francachelas, asiduo a buris y velorios y, por ende, tunante y trasnochador. Amén de ello, poseía buena estampa y los dones para agradar a prójimas jóvenes y bien parecidas, cualquiera que fuere el estado civil o eclesiástico de ellas.

Las diligencias del oficio, pues por oficio y medio de vida había tomado las felices disposiciones de músico, no pudieron menos de hacer que diese de mano a deberes y obligaciones naturales. Dizque no era buen cristiano, para empezar, ni buen hijo, ni buen vecino, y ni siquiera buen amigo, con respecto a sujetos que por las derechas o por las izquierdas tuvieran compañía femenina apetitosa.

Las buenas prendas que le asistían, esto es las del excelente guitarrista y buen cantor, no inclinaban la balanza en su favor al ser sopesadas con las malas, por parte de quienes no fueran parrandistas, como él o requirentes de sus servicios para serenatas y jolgorios. La mala fama que había echado le ponían negro en los comentarios y prevenciones de padres precavidos, matronas juiciosas, maridos celosos y fieles observantes de la fe cristiana.

Más de una beata madrugadora, al ir a misa a La Capilla o a La Merced, se había encontrado con él en circunstancias que se recogía no ciertamente en buen estado. El encuentro hacía que la buena mujer se persignase al verle, entre indignada y temerosa.

Videla, socarrón, para indignarla más, requería la guitarra que siempre tenía a la mano, y echaba a rasgar un guachambé callejero. Entre los acordes acomodaba el canto de alguna copla licenciosa.

-Algún día el diablo va a cargar con éste -soplaba la madrugadora, volviendo a hacerse cruces.

Días fueron y días vinieron, y por designios del Supremo, llegó el de la reparación y el cumplimiento de los presagios de la beata.

Para decirlo más cabalmente, fue una noche. Noche avanzada, obscura y silenciosa, como hecha a propósito para que ocurriera en ella lo que ocurrió. Videla que acababa de alzar una de las acostumbradas y traía una chispeante «mona», desembocó en la plaza, junto a la esquina de la catedral, entonces en construcción. De entre la espesa obscuridad alguien apareció y le salió al paso, rasgando una guitarra como para anunciarse que era también músico.

-Soy un forastero que acaba de llegar -explicó el sujeto, viva pero comedidamente-. Sabedor de que usted toca la guitarra como nadie en el pueblo, he salido en su busca para comprobarlo.

Aquello de «comprobarlo» picó en la vanidad del paisano, predisponiéndole a enfrentar el evento del modo que cuadrase a su dignidad.

-¿Quiere usté oírme, don? -replicó, muy dueño de sí.
-Oirle, que usted me oiga y entrar en competencia -redondeó el forastero con aplomo-.

Videla dispuso la guitarra y empezó a puntear.

-Aquí no -sostuvo el forastero-. No es el lugar apropiado. Vayamos a mi alojamiento. Allí tengo unas botellas de buen singani y hay unas chotas que valen lo que pesan.

Y uniendo al dicho el hecho, tomó a Videla del brazo y echó a andar con él por la diagonal de la plaza. Videla, como anticipo del certamen, rompió a tocar animadamente una de las mejores piezas de su copioso repertorio. Al llegar a la esquina formada por las calles hoy denominadas Junín y Libertad, se dejó conducir por la primera con rumbo al occidente, no sin antes haber pedido al desafiante que mostrase a su vez las disposiciones que tenía para pulsar el instrumento.

Conforme iban caminando, advertía el paisano que su contrincante era un guitarrista consumado y a su estimación de presumido, casi tan bueno como él. Al querer observarle sólo veía una silueta algo más negra que las sombras de la noche, y nada más.

Así llegaron al lugar en donde por ese entonces, concluía lo edificado de la ciudad, aproximadamente lo que es hoy el cruce de las calles Junín y Sara. El horizonte allí despejado proporcionaba alguna débil claridad, la suficiente para advertir que el misterioso guitarrista hacía todo para no dejarse ver la cara.

Videla entró ese momento en una vaga desconfianza. Al preguntar al sujeto por la casa del alojamiento, obtuvo una respuesta que le llevó a mayor desconfianza, y de ésta a ondulantes sospechas.

-Un poco más allá, más «allacito»…

Más allá sólo habían barbechos, matorrales y a lo sumo algún chaqueao sin asomo de vivienda. Bien lo sabía él y por eso se plantó de firme. El forastero había dejado de tañer las cuerdas de su guitarra, y le pedía que tomara de nuevo la suya para proseguir en la alternativa.

Videla obedeció casi maquinalmente, pero en ese preciso instante ocurriósele poner en práctica cierta medida, de la que había oído hablar en su niñez a personas piadosas. Tenía los dedos sobre el brazo de la guitarra, y en ella podía ejercitar tal medida sin que el misterioso forastero se diese cuenta, hasta esperar las resultas.

Tocando a más y mejor, verificó una «pisada» sobre las cuerdas, de modo tal que el dedo índice fue a formar una cruz con uno de los trastes. El forastero, que le había tomado del hombro para hacer que caminase con él a la vez que tocaba, al advertir la posición del dedo sobre el traste, le desasió y dio un paso atrás.

La mano derecha del artista conterráneo punteaba o rasgaba las cuerdas, arrancando de ellas sonidos vibrantes, sin dejar de ser armónicos. Entre tanto, la izquierda tenía firme el índice sobre el traste y sólo los otros dedos jugaban por ahí cerca.

El desafiante se fue retirando, retirando, no sin proferir reniegos, primero, y luego echar tacos. No dejó de recular hasta perderse entre la arboleda del deshabitado paraje.

Sólo entonces cayó Videla en la evidencia de que había tenido por desafiante al mismísimo Diablo. Y de que, por mal de sus pecados, había estado a punto de que el Diablo cargase con él en cuerpo y alma.

Sucedió al día siguiente y en los que vinieron después, lo que se dice sucede siempre en casos semejantes: Arrepentimiento, enmienda, cambio de vida y lo demás. Que nuestro guitarrista hubiera perseverado en ello y en su integridad, es cuestión nada fácil de asegurar. Lo que sí se sabe de cierto es que, en señal de devoción y como muestra de rendida gratitud a quien permitió su salvación, mandó hacer una cruz y la colocó en el lugar del feliz percance.

Aunque al decir de cristianos, cruz y diablo son términos opuestos que jamás deben ir juntos, el consenso popular dio a la del sitio de marras la denominación de «La Cruz del Diablo». Allí se estuvo aquélla por largos años, hasta que un día desapareció del modo que desaparece aquello que no se cuida y tiene quien lo apetezca.

Una última acotación. Melgar Chávez, el folklorista rastreador de «casos» e investigador de la vida de Videla, de quien se ha constituido en poco menos que su biógrafo, cuenta el hecho final de modo no exactamente igual al arriba relatado, y en cuanto a pormenores respecta, lo muy curioso que trae Alejo, que de seguro lo sabe de buena tinta, es la sarta de palabras y aun palabrotas con que el Diablo se expidió increpando a Videla por la ocurrencia de atacarle con la señal de la cruz.

Guarden las guitarras de ogaño, para ejemplo y previsión, de lo que puede sucederles, el caso del conterráneo Videla.