La máquina vieja
A no más de tres años de haberse fundado Puertos Suarez y abierto el camino entre esta ciudad y aquel embarcadero y aduana un vapor con carga procedente de Buenos Aires atracaba allí no sin ningún trabajo.
La pesada carga pertenecía a Don Ricardo Chávez curioso personaje que había amasado su fortuna en la cuenca del Madera con la explotación y comercio de la goma.
Vuelto a la tierra natal traba de emprender en ella obras de gran aliento y de positivo beneficio para la comunidad paisana.
No fue fácil poner en tierra lo que traía para Donde Ricardo el vapor bonaerense. Y menos fácil fue conducirlo hasta esta ciudad en carretas tiradas por bueyes sobre camino tan largo como escabroso.
Quiso el propietario que las carretas parasen fuera del recinto urbano en un fundo de su propiedad situado hacia el noreste de la entonces pequeña Santa Cruz de la Sierra.
Allí se efectuó la operación del descargue y luego la del desenfardamiento, seguida a los pocos días por la del montaje de lo que resultó ser una vasta y complicada maquinaria.
Cuando la obra estuvo concluida los vecinos quedaron enterados de que en el voluminoso armatoste había mucho con que suplir ventajosamente el trabajo de las manos: máquina para descascarar o más bien “pilar” el arroz, para moler granos, aserrar madera y lo que contenía novedad inaudita, un extraño mecanismo que del agua común y corriente hacía nada menos que hielo.
Ante el anuncio de que la máquina de Don Ricardo se ponía al servicio de quien quiera que lo demandase, por sólo un medio, un real o a lo más un tomín, la gente empezó a acudir al lugar de las afueras, harto satisfecha con el trabajo de los fierros que venía a reemplazar al de los músculos.
Ni que decir de los tablones que salían, vaheantes y escurridizos de uno de los armatostes y eran luego empleados en la elaboración de exquisitos sorbetes que regalaban los paladares y ofrecían su frescura en las horas bochornosas del trópico.
Pasaron así los años y por fuerza del uso continuo la máquina empezó a sufrir tropiezos.
Más de una vez se paró del todo, en tanto los no muy avezados mecánicos que corrían con su manejo se ponían negros buscando la falla y tratando de enmendarla.
Llegó en eso un italiano por la misma vía de Puerto Suárez y Chiquitos, trayendo consigo una máquina de iguales menesteres.
Sobre ser esta de factura más reciente contaba con la asistencia del dueño, un verdadero mecánico y hábil maestro de obras.
Además, tuvo este el acierto de instalarse e instalar lo suyo dentro del propio recinto urbano a no más de seis cuadras de la plaza principal.
Demás está decir que, así las cosas la gente se fue volcando hacia las instalaciones del recién venido, a las que dio en llamar “La máquina nueva”, por oposición a la otra que quedó de hecho con la denominación de “La máquina Vieja”.
Concluyó esta por no tener clientela y para definitivamente.
Don Ricardo Chávez había muerto y sus herederos que no tenían el buen ánimo y la capacidad de acción de este, dejaron la máquina allí donde había estado, sin prestarle atención alguna.
Con el correr de los días y el correr de ciertos procederes humanos no ciertamente recomendables la máquina fue perdiendo sus principales piezas, hasta concluir en poco menos que un inútil hacinamiento de chatarras.
Finalmente hubo de pasar a mejores manos y sólo quedó en pie la construcción compuesta de dos o tres galpones.
El nombre de “Máquina vieja” ha tenido la suerte de sobrevivir hasta hoy, aplicado a la populosa barriada que se levanta en donde antes fueron los fondos y trasfondos de la primitiva planta industrial traída por el señor Chávez.