Las 7 calles

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En el pequeño espacio que queda frente al mercado que la malicia pueblera ha dado en llamar «mercadito de oro», convergen tres calles: Una, la Suárez de Figueroa, que va de naciente a poniente; otra, la denominada Vallegrande, que se dirige de norte a sud, y la tercera, Isabel la Católica, que corta a ambas en sentido diagonal, de noreste a sudoeste. Apreciadas las tres en sus entradas y salidas, desde el espacio de frente al «mercadito«, el viandante ve, pues, seis calles. A pesar de ser sólo seis, todo el mundo conoce este lugar y el barrio circundante con el nombre de «Siete Calles«.

Aquí va el origen de la denominación.

Desde los tiempos del rey hasta bien entrada la república, eran siete, bien contadas. La séptima arrancaba precisamente de donde es hoy el «mercadito de oro» e iba hacia el sudoeste, casi paralelamente a la prolongación de Isabel la Católica. Pero un buen día de esos, hace ya un siglo, el propietario de los terrenos situados a uno y otro lado de la séptima tomó la heroica decisión de cerrar la calle, o más bien dicho callejón, que no era más por entonces, para consolidar su propiedad y hacer que ésta, en vez de dos, partidas a lo sesgo, fuera solamente una e indivisible. Se trataba de un señor con bastante dinero en los bolsillos, muchas vinculaciones en la sociedad cruceña de la época y muy bien ubicado en la política, como que era nada menos que gobiernista de los más decididos.

Sabida la noticia de que aquel señor había cerrado la calle en su provecho, sin importarle una pitajaya ni un guapomó los derechos y necesidades del vecindario, el presidente municipal -no había por entonces alcalde- se vio obligado a tomar las medidas del caso. Pero como era también gobiernista y muy amigo del cerrador de calles, vio por conveniente no hacer las cosas en persona. Mandó a su intendente que fuera al lugar, observara lo hecho y finalmente resolviera lo que correspondía en justicia.

Dizque el tal intendente era hombre de poca sal en la mollera y, a más de eso, timorato y siempre dispuesto a dar la razón a quien gritase más fuerte. Llegó al sitio del estropicio y como para cerciorarse legalmente de lo ocurrido, para luego dar fe pública, empezó a contar solemnemente, llevando el índice en dirección de cada una de las calles: Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis… Nada más que seis.

Llegó en eso el propietario, y con la ironía por delante y la firme decisión por detrás, espetó al intendente:

-Seis no más, ¿no…? Tuve un maestro de escuela, allá en La Enconada, que me enseñó, entre otras cosas, la siguiente: Que las cinco vocales son cuatro: a, e, i, o. No u porque ésta es de los cucus y los sumurucucus… Te paso la lección a vos: Las siete calles son seis. Contálas bien y andaíte a tu despacho. Y no volvás a meterte en camisa de once varas.

Dizque el intendente volvió con la lección aprendida, a más no poder. Y la pasó a su vez al pueblo, como quien le enseña una verdad incontrastable: Las Siete Calles no son más que seis.

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